Miércoles 03 de
octubre de 2012 |
Por Sergio Sinay | Para
LA NACION
"La humillación es un tipo de conducta o
condición que constituye una buena razón para que una persona considere que se
le ha faltado el respeto". Con esta frase contundente se inicia La
sociedad decente, un inspirado libro de Avishai Margalit (profesor de filosofía
israelí, que actualmente enseña en el Instituto de Estudios Avanzados de la
Universidad de Princeton, Estados Unidos). El libro es tan potente como
necesario por las ideas sobre las que gira. Las sociedades decentes no humillan
a sus miembros, dice Margalit, los respetan. Respeto y humillación son los
términos que delimitan si una sociedad es decente o no lo es. En aquellas que
lo son, las instituciones funcionan y cumplen debidamente con su función de
garantizar el respeto a las personas, a su condición de sujetos y de
ciudadanos. Ese es un deber de las instituciones y un derecho de las personas.
Hay humillación cuando un grupo, desde una posición de poder, excluye a otros
como miembros de la sociedad que, en la concepción de ese grupo, queda reducida
a los que comparten ideas e intereses.
Existe humillación, desde esta perspectiva,
cuando las instituciones invaden las vidas privadas de las personas (según el
profesor Margalit una sociedad que permite la vigilancia institucional de la
esfera privada, "comete acciones vergonzosas"). Hay humillación
cuando la burocracia, que se financia con dinero público proveniente de los
impuestos, trata a los ciudadanos como números o como medios para los fines del
gobierno. Según la hipótesis de Margalit, también hay humillación cuando, a
través de planes asistenciales clientelistas, se lleva a los necesitados a
acreditar y mantener su condición de tales. Por lo demás, la pobreza (que en el
caso de nuestro país no desciende, a pesar de la manipulación de cifras y
estadísticas oficiales) "no es un fracaso de la persona sino del
sistema", señala el autor.
Las sociedades humillantes quitan autonomía a los
necesitados y los acostumbran a vivir de subsidios empujándolos a dudar de su
propia capacidad de autosustentación y naturalizando así su condición. Se crea
entonces una dependencia perversa entre ellos y el gobierno. Una sociedad es
humillante cuando dificulta la creación o mantención de puestos de trabajo,
cuando crea condiciones para el aumento del empleo marginal (en negro) o cuando
otorga trabajo como una dádiva, cuando en verdad el trabajo es un derecho.
Ningún gobernante debería ufanarse de crear empleos, ya que ese es un deber y
no una opción. Una sociedad es decente cuando trata con respeto ("pero no
con honores", subraya Margalit) a sus delincuentes y hace cumplir los
procedimientos de castigo. Claro que para ello, debe existir la Justicia,
porque si ésta es funcional a los intereses del poder o a cualquier maniobra
corrupta, solo contribuye a la humillación (sobre todo de las víctimas del
delito).
La lectura y relectura de este libro aquí y ahora
lo hace cada vez más rico en sus contenidos y significados. También, más
doloroso. Se parece menos a un tratado de filosofía política y más al
inclemente retrato de una sociedad indecente por donde se la mire: la
argentina. Una sociedad en la que quienes gobiernan crean a diario nuevas
formas de humillación, según la describe Margalit, y en donde quienes se dicen
opositores contribuyen también con lo suyo a que contemplar y tratar a las
personas como tales (es decir como fines y no como medios) sea un propósito
cada vez más lejano. Una sociedad no es decente porque es justa, señala el
pensador israelí, sino que es justa porque es decente. Su propuesta para salir
de la humillación incluye como primer paso la recuperación del respeto de cada
quien por sí mismo. Esto es diferente de la autoestima. La autoestima consiste
en la apreciación que cada quien tiene de sí, independientemente de la mirada
ajena. El respeto a uno mismo es tal cuando el individuo hace que otros,
incluidos los gobernantes y las instituciones, lo respeten como lo que es: una
persona. Esto significa que no lo manipulen, que no le mientan, que no lo
desprotejan, que no restrinjan sus derechos, que no violenten su intimidad y su
privacidad, que no descalifiquen sus ideas. Es ahí donde comienza a fundarse
una sociedad decente. Mientras tanto, será una sociedad humillante.